En el
tlachtli la pelota, como si fuera una estrella, recorría el
campo viajando de un extremo a otro de este universo simbólico.
Según el mundo náhuatl los dioses inventaron y practicaron este
juego 400 años antes de la creación de la tierra y los hombres. Y
por ser un juego entre deidades, las pelotas fueron estrellas y el
campo de juego el mismo cielo.
También
fueron los dioses quienes lo practicaron por primera vez en la
tierra, concretamente en Teotihuacán, la ciudad de los dioses, donde
se ubicaba el primer tlachco: un campo especialmente
edificado para llevar a cabo el juego.
Los
sacerdotes que servían a los dioses fueron los primeros que
aprendieron a impulsar y lanzar la
pelota de ulli,
y pasarla por el tlachtemalácatl: un anillo de piedra labrado
que asemeja un aro de serpiente. Este juego fue difundido desde
Teotihuacán, y entre los pueblos que lo practicaron podemos
mencionar a toltecas, zapotecas, mexicas, mixtecas y mayas. Era
practicado por los jefes principales, como los tlatoanis, los
sacerdotes y los guerreros, ya que solamente ellos merecían aprender
las reglas.
Los
hombres que medían sus habilidades en el juego vestían hermosas
capas tejidas con ricas plumas, cascos de cuero duro adornados con
plumas de quetzal, y llevaban tanto brazaletes como manoplas de piel
gruesa, pectorales, mentoneras y protectores pintados en negro y
rojo.
Durante
la noche anterior se rendía homenaje en los altares de los dioses,
con la finalidad de ganar su favor y con esto obtener el poder
mágico necesario para vencer en el tlachtli. La entrada de
los jugadores al tlachco era acompañada por los rítmicos
sonidos de los teponaxtli y los cascabeles, las flautas y
sonajas. Las danzas y la música se mezclaban en este mágico ritual
con el que se reverenciaba a los dioses para merecer sus favores y
lograr la victoria.
Los
macehuales, es decir los hombres del pueblo, ocupaban lugares
especialmente señalados para ellos mientras los sacerdotes y los
guerreros más importantes ocupaban puestos de honor.
Desde
estos lugares se animaba a los jugadores a impulsar una bola de ulli:
dura pelota de cuatro kilos que no debía ser tocada con las manos o
los pies, y se debía lanzar y recibir solamente con la cadera. Su
lanzamiento requería de gran habilidad y fuerza para hacerla pasar
por el hueco del tlachtemalácatl, el anillo de piedra.
Había
dos tlachtemalácatl, uno para cada contendiente. Uno se
ubicaba a la mitad del muro de la derecha y el otro a la mitad de la
pared izquierda. La pelota rebotaba en muros y taludes pintados de
rojo, el color sagrado, el color de la sangre, el preferido por los
dioses.
Algunos
jugadores caían heridos, golpeados con fuerza por la pesada bola de
ulli; la pelota maceraba la carne, rompía los huesos y regaba
la sangre, el líquido precioso de la vida que salpicaba el
tlachco y llegaba directamente a los dioses. Los hombres no
dudaban en ofrecer a los dioses lo más sagrado y valioso que
poseían, la vida humana.
Los
asistentes al lugar cruzaban entre sí grandes y pequeñas apuestas,
en las que jugaban todo: riquezas, libertad, familia y aun la vida.
Cada quien apostaba lo que podía y lo que tenía.
Cada vez
que la bola de ulli lograba pasar por el hueco del
tlachtemalácatl, daba la victoria al grupo del golpe afortunado;
cada vez que la pelota impulsada por algún jugador lograba derribar
a un contrario se ganaban puntos. Una marca, un punto o una raya
señalaban la ventaja o desventaja de los jugadores.
La
riqueza y la miseria se jugaban continuamente gracias al desbordado
entusiasmo de las apuestas: ricas mantas de algodón con adornos de
plumas, hermosas joyas de chalchihuitl, figurillas de jade,
bolsas de cacao, manojos de pluma de quetzal, cañutos de plumas
llenos de polvo de oro y muchas cosas preciosas. Algunas mujeres
cambiaban de dueños al terminar el juego; algunos hombres se
entregaban para trabajar gratis, en provecho del ganador o para ser
sacrificados en ofrenda a los dioses.
Cuenta
una leyenda que el tlatoani Axayácatl, señor de México-Tenochtitlán,
apostó una vez el mercado de Tlatelolco contra los jardines de
Xochimilco. Después de un reñido y prolongado juego, los hombres de
Axayácatl perdieron ante los fuertes y diestros jugadores de
Xochimilco. El tianguis de Tlatelolco pasaron a manos de los
xochimilcas.
Al día
siguiente, Axayácatl envió a sus embajadores ante el señor de
Xochimilco, llevando variados y vistosos regalos y una guirnalda de
bellas flores. Los vencidos la pusieron en el cuello del señor y la
apretaron con tal fuerza que inmediatamente murió ahorcado. De esta
manera no se pagó la apuesta y Tlatelolco siguió bajo el poderío
mexica. Tiempo después los mexicas sometieron Xochimilco a su
dominio. |